El poeta Kenneth Koch trabajó durante años en escuelas públicas “buscando –según él mismo cuenta– una manera de enseñar a los chicos a escribir poesía”; más tarde, su tentativa se repitió con residentes en asilos de ancianos. Estas experiencias cristalizan en su reciente libro Making your own days: The pleasures of reading and writing poetry (Scribner, Nueva York, 1998), del cual el propio Koch preparó una suerte de sinopsis en este ensayo publicado, también este año, en The New York Review of Books.
La poesía suele ser considerada un misterio, y en algunos aspectos lo es. Nadie está muy seguro de dónde viene la poesía, nadie está muy seguro de qué es exactamente, y nadie sabe verdaderamente cómo alguien es capaz de escribirla.
Los griegos pensaban, o al menos decían, que la poesía venía de la Musa, pero en nuestra época nadie ha sido capaz de hallarla. Se ha ofrecido como sustituto el inconsciente, pero también eso resulta de difícil localización. Que alguien sea capaz de escribir poesía se explica de esta manera: el poeta es un genio que recibe inspiración.
Una manera de hacer un poco más claro el tema me fue sugerida por un comentario de Paul Valéry. Pensando en lo que podía expresarse en poesía pero no de otra manera, Valéry dijo que la poesía era un lenguaje aparte o, más específicamente, “un lenguaje dentro de un lenguaje”. En ese caso existiría el lenguaje común –para Valéry el francés, para nosotros el inglés– y, dentro de sus límites de alguna manera, existiría otro: “el lenguaje de la poesía”. Valéry dejó el asunto allí y siguió hablando de otras cosas. A mí me pareció que valía la pena tomar su comentario literalmente y ver adónde conducía; pensé que tal vez ayudara a explicar cómo se escriben los poemas y cómo pueden ser leídos.
Según esta idea, un poeta podría describirse como alguien que escribe en el lenguaje de la poesía. Se requiere talento para hacerlo bien, pero hay cosas que pueden ayudar a que el talento aparezca y tenga un efecto –por ejemplo, uno tiene que aprender este lenguaje particular, algo que se logra leyéndolo y escribiéndolo. El mismo lenguaje ayuda a explicar la inspiración que es, en cierto punto de su desarrollo, la aparición de alguna frase u expresión en lenguaje poético. Uno puede sentirse conmovido por el viento oeste, pero mientras no aparezcan las palabras “Oh loco viento oeste”, la inspiración se encuentra aún en una fase temprana, pre-verbal. Una vez que “loco viento oeste” está allí, conduce a más de este lenguaje extrañamente útil: una vez que se halla el tono, el canal, el nivel de lenguaje, el poema puede alzar vuelo de una manera más puramente verbal.
Un poeta aprende el lenguaje de la poesía, trabaja en él, está siempre inspirado por él. Es un lenguaje que da placer usar. No recuerdo claramente la época de mi niñez en la que hablar era una aventura, pero la he visto en otros niños, y recuerdo el primer año que pasé en Francia, cuando hablar el francés me producía la misma clase de nerviosa sensación de posibilidad, de ambición y de excitación que me ha provocado siempre escribir poesía.
Si tomamos en serio la idea de un lenguaje poético, podemos definirlo primero como un lenguaje en el que el sonido de las palabras adquiere tanta importancia como su significado, y tanta importancia como la que tienen la gramática y la sintaxis. En el lenguaje común, el sonido de una palabra es casi exclusivamente útil en cuanto sirve para identificarla y distinguirla de otras palabras. En poesía, su importancia es mucho mayor. Los poetas piensan cómo quieren que suene algo tanto como piensan lo que quieren decir, y en realidad con frecuencia es imposible distinguir una cosa de la otra. Es una posición extraña desde la cual hablar, y no resulta sorprendente que en semejante lenguaje se digan cosas extrañas. La naturaleza del lenguaje puede ejemplificarse por medio de la manera en que una afirmación carente de sentido puede parecer, simplemente por obra de su música, una suerte de verdad, o al menos puede ser algo... y, en cierto modo, volverse memorable. Por ejemplo:
Dos más dos
es “pienso en vos”
“No, no –podría decir uno–, dos más dos es cuatro”, pero eso es en otro lenguaje. En este lenguaje (el de la poesía), es cierto que “dos más dos es ‘pienso en ella’ tiene poco y nada de significado (o existencia), pero “dos más dos es ‘pienso en vos’” sí lo tiene. Los significados son de diferentes clases. “No sé si suicidarme o no” tiene un significado diferente de “Ser o no ser, ésa es la cuestión”. La repetición y la variación de sonidos, entre otras cosas, hace que la segunda versión sea meditativa, triste y memorable, en tanto la primera carece de música que la mantenga a flote.
La naturaleza de la prosa, dijo Valéry, es perecer. La poesía dura porque produce el ambiguo y siempre cambiante placer de ser al mismo tiempo una afirmación y una canción.
Es necesario explicar la música del lenguaje, ya que cuando leemos prosa o escuchamos hablar a la gente no somos muy conscientes de estar ante un fenómeno musical. No hay trompetas, ni piano, ni cuerdas, ni percusión. Sin embargo, las palabras pueden combinarse de manera de enfatizar el sonido que producen. Podríamos llamar a esto la cualidad física de las palabras. “Dormir” significa descansar y no tener conciencia, y usualmente ése es su significado, pero también tiene una naturaleza física –los sonidos DOR y MIR, por ejemplo– que podemos hacer evidente para el lector, como los sonidos ocultos dentro de un tambor, que emergen cuando uno lo golpea con un palillo. Cuando uno escucha tanto el sonido como el significado –cosa que no ocurre cuando se lee, digamos, “Vamos a dormir”, pero que casi seguramente ocurrirá al leer “Dormir, tal vez soñar” (Shakespeare)–, entonces está escuchando otro lenguaje, en el que el sonido produce una música que a su vez forma parte del significado de lo que se dice.
Los ocultos sonidos musicales de las palabras pueden hacerse evidentes y audibles por medio de la repetición. En la prosa común están sometidos a propósitos prácticos: una oración tiene un sentido que no se relaciona con la música y que, en realidad, la música perturbaría si se volviera muy audible. “No se permite entrar con perros a la playa” carece de música, el propósito de la oración es impedir que los perros entren a la playa. Si uno lee, en cambio: Nadie entra a esta playa/ con perros ni cencerros, o Ni el faldero más atildado/ ni el sabueso más entrenado, etc., uno puede sonreír, ponerse soñador o esbozar un paso de baile, pero en cualquier caso se perderá algo del mensaje práctico. Las palabras individuales de la prosa no literaria y de la conversación son como personas que tiran de una soga para sacar un bote del agua; el propósito práctico, llevar el bote hasta la playa, importa infinitamente más que la belleza o la gracia del movimiento de los que tiran de la soga. La poesía nos hace conscientes de la belleza y la gracia de las palabras que tiran de la soga del significado, de modo que podamos responder a ella tanto por la música como por el sentido.
En la oración “Me preguntaba si te gustaría salir a pasear hoy a la tarde” no hay ninguna palabra que nos detenga y nos haga experimentar las palabras, nada que produzca un sonido musical evidente; la oración tiene un propósito práctico sin ninguna música que distraiga, y es probable que el que la escucha responda con un simple sí o no. La situación cambia si se la traduce al lenguaje de la poesía: No sé si querrás/ salir a pasear/ la tarde de hoy. En este caso, las tres líneas tienen el mismo esquema de sílabas acentuadas y no acentuadas: da DUM da da DUM. No hay una bella música en este caso, pero los sonidos de las palabras y las frases son audibles, lo cual marca un principio posible. Una respuesta adecuada a la pregunta hecha en el lenguaje de la poesía sería en el mismo lenguaje: Seguro que sí/ me gusta pasear/ con vos bajo el sol.
Resulta más fácil entender el ritmo cuando uno advierte que cada palabra ya tiene un ritmo propio. Cada palabra tiene una pequeña música propia, que la poesía coloca de manera de hacerla audible. El ritmo de las palabras depende del acento: se enfatiza –o, digamos, se “pronuncia”– más o menos que la siguiente o la anterior: la palabra padre es DUM da –uno pronuncia PAdre–, la palabra canción es da DUM, la palabra caTAlogo es da DUM da da; las palabras de una sílaba no pueden tener más ritmo que un golpe de tambor, pero en una serie rítmica pueden ser da o DUM, acentuadas o no.
Un ritmo se hace audible gracias a la repetición, como en el caso de “¡Padre! ¡Padre! ¡Tarde! ¡Tarde!”, que son cuatro DUM da seguidos, o como en “Vagué y vagué sin fe en mí”, que son cuatro da DUM seguidos.
Escribir con ritmo es más fácil de lo que podría creerse. Si decimos una oración cualquiera y escuchamos dónde están los acentos, y decimos después otras oraciones que “suenen bien” con respecto a la primera, que tengan los acentos más o menos en el mismo lugar, habremos escrito algunos versos con ritmo. Si seguimos adelante a partir de, por ejemplo, “¿Tiene azúcar el café?”, podemos decir: “¿Hay delfines en el mar?”, “¿Y manteca en la mesa?”, “¿Historietas en el diario?”.
Aquí sentimos placer ante la música de azúcar, delfines, manteca, historietas, etc., debido al orden “innaturalmente” regular en el que estas palabras aparecen.
La música, que puede distraer e incluso disminuir el sentido en la prosa, contribuye al significado en el caso de la poesía. En el siguiente poema de Herrick, por ejemplo, hay algo en la manera en que se dicen las cosas que hace que Prudence Baldwin parezca muy alegre: En esta urnita descansa/ Prudence Baldwin (criada de confianza):/ Que de su alegre talante/ Crezca aquí la violeta galante (Robert Herrick, “Sobre su criada Prue”).
Por supuesto, en la urna no está Prudence, sino sus cenizas, y sus cenizas no “descansan”, sino que están puestas allí. Sin embargo, la música –la rima entre descansa y confianza– da “sentido poético”, de modo que al leer uno acepta que tiene completo sentido. La experiencia resultante –la simultaneidad de la alegría de Prudence y de su definida realidad física (dada por el nombre “Prudence Baldwin”)– no existiría sin la música, es decir si se sustituyera, por ejemplo, “criada de confianza” por “ama de llaves”.
Además de comunicar un significado, la música puede hacer convincente lo que se dice, gracias a la belleza de la manera de decirlo: Que la boda de mentes tan sinceras/ no admita impedimento. No es amor/ si cambia al enfrentarse con los cambios/ o deja que lo aleje lo lejano./ Oh, no, es una marca inalterable...
Es posible que apenas unas pocas personas hayan experimentado esa clase de amor noble e inalterable al que Shakespeare alude en estos versos, pero probable que, al leerlo, sean aún menos las personas que crean que ese amor no existe. Gracias a la música, la emoción se vuelve más fuerte que la razón... ¿quién podría desear que ese sentimiento no existiera, quién no desearía sentirlo?
La música no sólo puede volver convincente una declaración emocional, también puede dar contenido emocional (y claridad) a una afirmación que, careciendo de ella, no tiene sentido ni emoción ni claridad: El sol por el cielo ha trepado/ Susana pasa a su lado.
Evidentemente, el que habla está enamorado. La presencia de Susana lo deslumbra como el sol, le da igual calor. Los versos tienen sentido –el lector tiene una experiencia–, se ha producido una especie de milagro, todo por la equivalencia de sonido entre trepado y a su lado; si esa equivalencia no existiera, no ocurriría gran cosa: El sol por el cielo ha trepado/ Susana pasa junto a él.
Esta último es una afirmación sin sentido, seguida de otra irrelevante. El equivalente en lenguaje común de ese fracaso musical en lenguaje poético sería una falta de concordancia entre el sujeto y el verbo, de modo que uno no podría “entender” lo que se dice.
Junto con este énfasis en la música, el lenguaje de la poesía también es notable por su predilección por ciertas formas retóricas tales como la comparación, la personificación y la apelación (hablar con algo o alguien que no está presente), y por su tendencia a lo imaginario, lo deseado, lo objetivamente falso. La música o bien simplemente viene junto con estas predilecciones o es el factor que las inspira. La sensualidad de la música excita los sentimientos, recuerdos y sensaciones, y su orden formal promete una manera de extraer cierto sentido de ellos.
Por supuesto, el lenguaje de la poesía proviene del lenguaje común. El lenguaje común es quien tiene las palabras, los usos, los sonidos que el poema toma y hace propios. El lenguaje común constituye, junto con las ideas y los sentimientos, lo que podríamos llamar la materia prima de la poesía. Si pensamos en cada palabra como en una nota, este lenguaje común se convierte en una especie de enorme teclado, y en él el poeta tiene un medio, del mismo modo que un pintor tiene un medio en las pinturas, el escultor en la madera o la piedra. En el teclado poético, cada nota (cada palabra) refiere o representa a algo que no está físicamente presente y que no es ella misma. Aquí, en la página, está la palabra caballo y allá, bajo aquel árbol, hay un caballo. La palabra caballo puede hacer que el lector vea, huela, toque a un caballo, e incluso que lo monte. Como no se trata verdaderamente de un caballo, en realidad no puede ser montado ni uncido a un carro, pero para el escritor tiene ventaja que su contraparte real no posee. Es más liviano e infinitamente más transportable, puede ser llevado a cualquier lado y colocado con cualquier cosa –“el caballo está en el puerto”; “el silencio respiraba como un caballo”.
Se puede hacer eso con las palabras, pero no con el mundo material que ellas representan. Así como el espacio se rinde ante los sustantivos, el tiempo puede rendirse ante los verbos y sus ágiles tiempos verbales: “El ejército ruso marchó a través de Polonia” se dice en un instante, al igual que “Te he amado durante diez mil años”. Los deseos, orales o sobre la página, tienen tanta realidad física como los actos: “Ojalá fuera de noche”. Es fácil manejar el futuro: “Cuando ya esté afuera de la naturaleza nunca tomaré/ mi forma material de ninguna cosa natural” (Yeats, “Navegando hacia Bizancio”). Con los pronombres puede alterarse la identidad: “Yo soy tú”. Los adjetivos sirven para hacer posible cualquier clase de modificación imposible en la realidad: un sueño decimonónico, sandalias sabrosas. Además, el lenguaje tiene estructuras sintácticas que hacen fácil decir cosas sutiles y complejas: “Si Napoleón no hubiera existido, tal vez nosotros no estaríamos esta noche aquí”. Otro de los grandes dones del lenguaje es la enorme cantidad de palabras que posee, y su variedad... palabras coloquiales, científicas, jerga, palabras arcaicas, etc. Es un medio vastísimo, más grande que cualquier paleta o teclado, tanto que compararlo con ellos sería insensato.
Con un medio así, resulta difícil no desear jugar con él, experimentar para ver qué puede llegar a decirse, tomar sus poderes en las propias manos. El primer paso para lograrlo es sacar a la superficie su música. El lenguaje, musicalmente inerte pero lleno de promesas, está allí esperando. El poeta se acerca a él un poco como un traductor, como dijo Valéry, “una clase peculiar de traductor, que traduce el lenguaje común, modificado por la emoción, al lenguaje de los dioses”. Yo lo llamaría el lenguaje de la poesía, que puede o no ayudarnos a hablar con los dioses, pero que siempre nos permite decirnos grandes cosas entre humanos.
La poesía puede lograr eso debido a una característica extraordinaria del lenguaje, que es que no impide decir cosas que no son ciertas. El lenguaje no interpone ninguna prueba de verdad ni de realidad. Sus únicas restricciones son la gramática y la ortografía y, en su parte oral, la pronunciación. Uno puede decir “Tengo a Rusia en la falda”, pero no “En tengo Rusia a la falda” (y la poesía de Gertrude Stein desafía incluso esta premisa). El uso convencional del lenguaje sí tiene restricciones: lo que decimos debe ser claro (comprensible) y posiblemente verdadero (verificable) o, al menos, familiar. Es admisible una afirmación insensata si es de uso común: “la vida es un sueño”, pero no “la vida es dos sueños”. La poesía puede decir cualquiera de las dos cosas. El lenguaje es como un auto capaz de ir a 200 kilómetros por hora, pero está restringido por las leyes de tránsito de la prosa a marchar a una velocidad razonable. A los poetas les gusta acelerar: “En el oscuro retroceso y abismo del tiempo” (Shakespeare); “Lanzan palos y piedras con toda fiereza/ y la lucha prosigue y a nadie interesa” (John Clare).
Es comprensible que los poetas, al escribir en semejante lenguaje, se sientan tan conmovidos como los pintores al entrar a sus estudios, como los compositores al tocar el piano; y que los lectores se conmuevan de manera similar al leer lo que los poetas han escrito. Para sentir esa conmoción, por supuesto, uno tiene que aprender ese lenguaje.
Aprender el lenguaje de la poesía puede describirse como la adquisición de una “base poética”. Una vez adquirida, lo que sigue es bueno: se puede leer mejor y, si uno es poeta, escribir mejor. La dificultad de aprenderlo, sin embargo, puede parecer abrumadora. Es un lenguaje que, en su versión inglesa, ha existido al menos durante quinientos años, ha sido usado por personas de gran inteligencia y sofisticación, y ha sido cambiado en cierta medida por cada una de ellas. Está lleno de referencias, innovaciones, complejidades, y podría llevar más de una vida aprenderlo de no ser por el afortunado hecho de que uno puede captarlo en su estado más avanzado leyendo la obra de poetas que lo usan, que lo usan ahora, y que lo han usado en el pasado. Se lleva a cabo una transferencia: leyendo, un poeta joven puede poseer aquello cuyo desarrollo ha llevado cientos de años. Keats escribió Endymion cuando tenía veintidós años. Endymion es Keats por donde se lo mire, pero el Keats que escribió el poema está constituido en parte por Shakespeare, Spenser y Milton. Los poetas pueden usar cosas que ellos no han inventado para poder inventar lo que quieren inventar. “Oda al Viento Oeste” es puro Shelley, pero sin la terza rima del Dante lo sería mucho menos, y también lo sería menos sin el fraseo miltoniano: “Tú, por cuya invisible presencia las hojas mueren”. Los poetas “picotean” en otros poetas y usan lo que roban a su propia manera en sus propios poemas. Son capaces de seguir los pasos de sus antecesores, transformados en socios inconsultos, y transformarlos a su vez en otra cosa en un abrir y cerrar de ojos.
Casi siempre este proceso ocurre más de una vez en la vida de un poeta, y a veces muchas veces.
Lo que el lenguaje de la poesía es verdaderamente para un poeta equivale a lo que él o ella sabe de ese lenguaje en ese momento. Al principio es probable que un poeta sea un imitador, un aspirante que balbucea el equivalente, en el lenguaje de la poesía, de ejercicios de gramática. Para dar una idea de cómo funciona este proceso de aprendizaje del lenguaje, daré dos ejemplos: el mío propio y el de los niños a los que le enseñé a escribir poesía. La primera cosa del lenguaje que aprendí fue la rima. Me habían leído rimas infantiles. Advertí que, junto con la rima, había un ritmo, un rebote repetido regularmente. Eso era el metro, aunque yo no conocía su nombre. Sin embargo, fui capaz de imitarlo, de hacerlo por mí mismo, y, a los seis o siete años eso era todo lo que sabía sobre poesía, o al menos era todo lo que sabía que sabía. No obstante en el primer poema que recuerdo haber escrito, a los siete años, advierto ahora otras características poéticas que no advertí entonces:
Yo tenía un caballito
para andar aquí y allá:
para andar al trotecito
por el campo y la ciudad.
Rima y tiene métrica; también usa repetición con variación de una manera bastante sofisticada. Andar aquí y allá no es un paralelo de andar por el campo y la ciudad; unido por rimas tanto como por las palabras “para andar”, lo improbable se vuelve probable. Esta intención, sin duda no fue consciente. En ese momento yo no tenía idea de qué era un paralelismo. Mi obrita revela otra predisposición de la poesía: la predisposición a la mentira. Yo no tenía un caballito. No estoy seguro de que realmente deseara tener un caballito, allí en el suburbio de Cincinnati, Ohio, donde vivía, pero la sombra de ese deseo me había asaltado una vez cuando veía a un chico montando un caballito o cuando leía un cuento que hablaba de eso. De modo que mi poemita también era característicamente poético porque expresaba un deseo, y aun más característico porque ese deseo era momentáneo o fugaz.
Mucho de lo que he aprendido sobre la poesía desde que escribí aquel poemita ocurrió de la misma manera, inconscientemente, sin que me diera cuenta, como resultado de mis lecturas y de mis sentimientos. Esta combinación, que funciona en secreto, es muy importante para un escritor, pero en determinado momento, que para mí fue a los quince años, aparece otro factor que podríamos llamar la deliberada voluntad de hacer cierta cosa en particular. Y eso es lo que me ocurrió cuando leí a Shelley. Inmediatamente quise escribir como Shelley –en realidad creo que quería ser Shelley con su camisa abierta, su pelo largo y más que nada con su incomprensible habilidad para poner en una página algo como esto: Oh loco viento oeste, aliento del ser de otoño.
Leyendo a Shelley una y otra vez, sin entender demasiado, pero captando algo de su espíritu, agregué algunas cosas a mi “lenguaje poético”. Aprendí el “¡Oh!”, el don de evocar a y hablar con cualquier cosa y cualquiera; y la personificación: si es posible hablar con él, el viento es una persona, y lo mismo ocurre con el otoño. Escribí poemas “serios”, ambiciosos, poemas sobre grandes cosas que estaban más allá de mi conocimiento y mi experiencia, con rimas intrincadas, sobre la guerra, el cáncer, la juventud y la vejez.
La adolescencia también tenía que ver con esto. Mi edad y Shelley, conjuntamente, me llevaron a escribir esas cosas que escribí. Usé por primera vez lenguaje “elevado”... sintaxis elevada y palabras y expresiones elevadas. Nadie que yo conociera hablaba de esta manera... a mí me parecía que era algo así como el lenguaje de los dioses. Cuando lo hablaba, me sentía inmediatamente elevado, en un reino de ideas y sentimientos que me conectaba con los otros hablantes de ese lenguaje, los poderosos muertos; hablándolo, me sentía muy lejos de la escuela, de mis amigos, de los deportes, de Avon Fields Place, donde vivía con mis padres. Dos años más tarde, cuando leí a William Carlos Williams, descubrí el nuevo placer que implicaba incluir las cosas familiares de mi vida en mis poemas, sin perder nada de exaltación.
El lenguaje elevado y los temas distantes llegaron primero, sin embargo, para mí, y con ellos, a los quince años, llegó la “sabiduría”, el poder de definir y pronunciar, y una omnisciencia que trascendía mi edad. Cuando descubrí la poesía “moderna”, sin rima, sin métrica, sin grandilocuencia (la de Williams, por ejemplo) mi lenguaje poético se transformó como afectado por un virus feliz.
Lo que había aprendido antes (en la fase del caballito y de Shelley) no desapareció sino que tan solo se alteró. La regularidad métrica abrió paso a la irregularidad; en vez de rimas completas aparecieron rimas parciales y palabras con la misma estructura rítmica: y todo eso hacía una música más semejante a la manera en que yo hablaba.
A los diecisiete años yo ya había aprendido algo del lenguaje poético, lo suficiente para escribir de una manera que se podía reconocer como poesía. Cada uno aprende este lenguaje de un modo diferente.
En 1967 trabajé en una escuela pública de Nueva York buscando una manera de enseñarles a los niños a escribir poesía. Pensando en qué podría ser bueno para ellos les di una serie de deberes de escritura (los llamé “ideas poéticas”): poemas de deseo, poemas de comparación, poemas de sueños, poemas de mentiras, y cosas así. Aquello que llamé “ideas poéticas” eran, según advertí más tarde, algo así como elementos de una especie de gramática de la poesía. Advertí que, después de escribir poemas de deseo, los chicos ponían a veces deseos en sus poemas de comparación y más tarde comparaciones en sus poemas de sueños y de mentiras, y así sucesivamente. En realidad estaban aprendiendo el lenguaje de la poesía y parecían más excitados a medida que lo usaban. En cuanto a la música, el aspecto más esencial, limité mis sugerencias a algunas formas simples de repetición, tales como empezar cada verso con “me gustaría”, o poniendo una comparación diferente en cada verso. Esto proporcionaba dos maneras de quebrar el flujo de la prosa común: la división en versos y la repetición de palabras. Este quiebre hacía música, daba una cierta tonada a lo que se decía y reemplazaba el placer de la continuidad por el placer de la repetición y la variación.
Una vez dados los medios para hacer música verbal sin la tensión de tener que buscar rimas y tomando como tema otras características del lenguaje de la poesía –escribir poemas de deseo, poemas-mentiras, poemas de comparación– mis alumnos escribieron suficientemente bien como para demostrar que estaban aprendiendo el lenguaje, y no simplemente practicando o haciendo ejercicios:
Una brisa es como el cielo que viene hacia vos... (Iris, cuarto grado)
Yo era un dibujo, pero ahora soy un árbol... (Ilona, tercer grado).
Estos versos están “logrados”, pero los poemas de los que forman parte no son tan buenos. Más tarde, cuando mis alumnos supieron más, a veces lograron armar poemas enteros:
El principio de mí: Nací en ninguna parte/ Y vivo en un árbol/ Nunca dejo mi árbol/ Hay poco lugar/ Estoy pegado contra un pájaro/ Pero no dejaré mi árbol/ Todo está oscuro/ Nada de luz/ Escucho cantar al pájaro/ Mis ojos se abren/ Y rodeando mi casa/ El mar/ Despacio me meto en el agua/ El agua fresca y azul/ Oh y el espacio/ Río nado y grito de alegría/ Este es mi hogar/ Para siempre (Jeff, quinto grado).
La “idea poética” de este poema fue decir una mentira. Tras haber escrito poemas de deseos, de comparación, de sueños y de contraste entre el presente y el pasado, Jeff estaba familiarizado con esas cosas al empezar a escribir este poema. Sus finales de verso están reforzados por la repetición de las palabras “árbol” y “pájaro”, y también está la variación/repetición de “casa”-“hogar” y el impactante y breve último verso “para siempre”, y el jadeo del verso incompleto “Oh y el espacio”. ¿De dónde salió todo esto? Obviamente, de Jeff; él lo escribió. Aunque sin embargo me dijo que no sabía de qué se trataba, que “simplemente lo había escrito”. Creo que no le quita nada al autor decir que este poema salió de su inteligencia, de sus sentimientos y del lenguaje de la poesía que había aprendido, ya que fue capaz de usarlo en esa tarde afortunada de inspiración.
Las “ideas” poéticas que usé en mis clases estaban extraídas de poemas. El año siguiente, usé poemas directamente (de Donne, Blake, Lorca y otros). Los expliqué y dramaticé y encontré en ellos ideas poéticas para guiar a los niños. Sus nuevos poemas revelaron otras adquisiciones del lenguaje de la poesía. En el poema de Chip que sigue, inspirado por el “Tigre” de Blake, hay cosas que parecen afectadas por su experiencia anterior, en la que escribió sobre colores, comparaciones y sueños, pero también hay algo del gran tono del lenguaje de Blake, y también algo de su extrañeza e intensidad: Jirafas, ¿cómo hicieron a Carmen? Bien, verás, Carmen se comió la rosa más bella del mundo y luego ocurrió el gran cambio del cielo y ella se convirtió en la niña más bella del mundo y porque la amo./ Leones, ¿por qué sus melenas llamean como fuego del diablo? Porque tengo en mi poder la velocidad del viento y la fuerza de la tierra./ Oh, Kiwi, ¿por qué no tienes alas? Porque nací con la desesperanza de caminar la tierra sin el poder de volar y estoy condenado a hacerlo./ Oh, ave que vuelas, ¿por qué te otorgaron el poder de volar? Porque me hicieron para posarme en la rama y estar en el viento./ Oh, cocodrilo, ¿por qué te otorgaron el poder de matar a tu congénere animal? No respondo.
Carmen era una niña de la clase que evidentemente le gustaba a Chip, y que fue parte de la inspiración que le permitió usar tan bien lo que ya sabía y lo que acababa de aprender a partir de su lectura de Blake.
Cuando aprendimos el lenguaje de la poesía, yo a los diecisiete años, y mis alumnos a los once, todavía nos quedaba mucho camino por recorrer, pero al menos habíamos empezado.
El conocimiento del lenguaje poético que uno posee, sea cual fuere, está allí listo para combinarse con sentimientos, ideas, acontecimientos, con cualquier cosa que uno “tenga para decir”. Ese conocimiento está afectado por la inspiración, como un espejo que atrapa la luz de lo que está a su alcance. Shelley, cuando escribió su “Oda al viento oeste”, conocía la terza rima del Dante y los maravillosos pentámetros yámbicos de Shakespeare. Ambos conocimientos le permitieron, en parte, crear su viento que soplaba sobre el mundo.
Al leer, el conocimiento del lenguaje poético nos posibilita entender (y disfrutar) las mismas cosas que nos posibilita hacer cuando escribimos. Por ejemplo, al leer verso blanco, debemos “leer” también la métrica, lo que implica dar al pulso métrico y a los acentos comunes del habla la cantidad adecuada de énfasis, siguiendo el ritmo como lo haríamos si bailáramos un vals.
La música de la poesía sin métrica siempre está indicada, aunque no se insista en ella. Hay finales de versos para marcar pausas, como los silencios en música. Y puede haber paralelismos sintácticos o retóricos que nos producen un placer al que tal vez estemos acostumbrados en la oratoria o en la prosa bíblica: ¿Alguien cree que es afortunado por nacer?/ Me apresuro a informarle que es igualmente afortunado por morir, lo sé muy bien (Walt Whitman, “Canto a mí mismo”).
Resulta que esta clase de música produce placer, un placer que sólo puede ser el de la poesía. Tras leer cuatro o cinco versos, uno sabe que no se trata de un discurso ni de un sermón sino de otra cosa que obliga a responder a su música, no sólo al sentido. La música radicalmente prosaica de William Carlos Williams provoca un sacudón y otra clase de placer. Al principio puede parecer prosa, o nada en absoluto: Me comí/ las ciruelas/ que estaban/ en la heladera// y que/ probablemente/ guardabas/ para el desayuno... (Williams, “Esto es sólo para decirte”).
El lector se ve obligado a hacer una pausa al final de cada verso, por la razón que fuere, absorbiendo lo que se ha dicho antes de seguir adelante. La capacidad de hacerlo puede ser instantánea o puede llevar algún tiempo de aprendizaje. Cierto conocimiento de la poesía puede demorar la apreciación de poesía que no se parece a la que uno conoce. Una extraña cualidad de la poesía, como lenguaje, es que cada gran hablante de ese lenguaje lo cambia... cambia lo que otros poetas pueden decir y lo que los lectores pueden experimentar. Estos nuevos usos a veces no son percibidos, y son considerados “la misma cosa de siempre”, o son percibidos como absolutas violaciones de la poesía –Jonson y Donne fueron acusados por sus contemporáneos de escribir prosa, no poesía; Bridges le dijo a Hopkins que sus ritmos cortados no servían; y es famoso el comentario deprecatorio de Frost de que la poesía sin métrica es como jugar al tenis sin una red. Así que es posible que, al aprender este lenguaje, los lectores lleguen a encrucijadas peligrosas, en las que vale la pena estar alerta y arriesgarse.
Aprender el lenguaje no sólo significa llegar a escuchar su música sino también acostumbrarse a sus preferencias: sus frecuentes comparaciones, su manera de hablar con las cosas, sus exageraciones, su velocidad, su omnisciencia. “El Amor no es bufón del Tiempo”, escrito por Shakespeare, es algo que lleva a un segundo leer, pero un lector no familiarizado con la personificación posiblemente no entienda mucho de lo dicho, y probablemente lo saltee considerándolo mero “lenguaje shakespeariano”, elevado y oscuro. La poesía moderna plantea otra clase de desafíos a la comprensión; algunos poemas definitivamente no tienen sentido a la manera habitual, y nos obligan, si no estamos muy familiarizados con la poesía, ha darles sentido de otra manera: nadie, ni siquiera la lluvia, tiene manos tan pequeñas (cummings); La academia del futuro está abriendo sus puertas (Ashbery); La tierra es azul como una naranja (Eluard).
Al igual que otros lenguajes, el lenguaje poético puede empezar a aprenderse por cualquier parte. Es posible estudiarlo, o simplemente empezar leyéndolo. Es probable que con la lectura de poesía mejore la escritura, y viceversa. Cuando yo tenía veintidós años, la lectura de Shakespeare me produjo una pasión por el verso blanco, y durante el verano escribí mi primer poema en esa métrica, que tenía como tres páginas de largo. Después de escribirlo, volví a leer a Shakespeare y descubrí muchas cosas nuevas; entendí más de la música y también más del sentido. En una oportunidad, Wallace Stevens describió la escritura como “una forma de lectura particularmente intensa”. Leer también puede ser una experiencia de los muchos placeres de escribir, cuando uno aprendió cómo leer.
Sacado de Diario de Poesía, no está online.
La poesía suele ser considerada un misterio, y en algunos aspectos lo es. Nadie está muy seguro de dónde viene la poesía, nadie está muy seguro de qué es exactamente, y nadie sabe verdaderamente cómo alguien es capaz de escribirla.
Los griegos pensaban, o al menos decían, que la poesía venía de la Musa, pero en nuestra época nadie ha sido capaz de hallarla. Se ha ofrecido como sustituto el inconsciente, pero también eso resulta de difícil localización. Que alguien sea capaz de escribir poesía se explica de esta manera: el poeta es un genio que recibe inspiración.
Una manera de hacer un poco más claro el tema me fue sugerida por un comentario de Paul Valéry. Pensando en lo que podía expresarse en poesía pero no de otra manera, Valéry dijo que la poesía era un lenguaje aparte o, más específicamente, “un lenguaje dentro de un lenguaje”. En ese caso existiría el lenguaje común –para Valéry el francés, para nosotros el inglés– y, dentro de sus límites de alguna manera, existiría otro: “el lenguaje de la poesía”. Valéry dejó el asunto allí y siguió hablando de otras cosas. A mí me pareció que valía la pena tomar su comentario literalmente y ver adónde conducía; pensé que tal vez ayudara a explicar cómo se escriben los poemas y cómo pueden ser leídos.
Según esta idea, un poeta podría describirse como alguien que escribe en el lenguaje de la poesía. Se requiere talento para hacerlo bien, pero hay cosas que pueden ayudar a que el talento aparezca y tenga un efecto –por ejemplo, uno tiene que aprender este lenguaje particular, algo que se logra leyéndolo y escribiéndolo. El mismo lenguaje ayuda a explicar la inspiración que es, en cierto punto de su desarrollo, la aparición de alguna frase u expresión en lenguaje poético. Uno puede sentirse conmovido por el viento oeste, pero mientras no aparezcan las palabras “Oh loco viento oeste”, la inspiración se encuentra aún en una fase temprana, pre-verbal. Una vez que “loco viento oeste” está allí, conduce a más de este lenguaje extrañamente útil: una vez que se halla el tono, el canal, el nivel de lenguaje, el poema puede alzar vuelo de una manera más puramente verbal.
Un poeta aprende el lenguaje de la poesía, trabaja en él, está siempre inspirado por él. Es un lenguaje que da placer usar. No recuerdo claramente la época de mi niñez en la que hablar era una aventura, pero la he visto en otros niños, y recuerdo el primer año que pasé en Francia, cuando hablar el francés me producía la misma clase de nerviosa sensación de posibilidad, de ambición y de excitación que me ha provocado siempre escribir poesía.
Si tomamos en serio la idea de un lenguaje poético, podemos definirlo primero como un lenguaje en el que el sonido de las palabras adquiere tanta importancia como su significado, y tanta importancia como la que tienen la gramática y la sintaxis. En el lenguaje común, el sonido de una palabra es casi exclusivamente útil en cuanto sirve para identificarla y distinguirla de otras palabras. En poesía, su importancia es mucho mayor. Los poetas piensan cómo quieren que suene algo tanto como piensan lo que quieren decir, y en realidad con frecuencia es imposible distinguir una cosa de la otra. Es una posición extraña desde la cual hablar, y no resulta sorprendente que en semejante lenguaje se digan cosas extrañas. La naturaleza del lenguaje puede ejemplificarse por medio de la manera en que una afirmación carente de sentido puede parecer, simplemente por obra de su música, una suerte de verdad, o al menos puede ser algo... y, en cierto modo, volverse memorable. Por ejemplo:
Dos más dos
es “pienso en vos”
“No, no –podría decir uno–, dos más dos es cuatro”, pero eso es en otro lenguaje. En este lenguaje (el de la poesía), es cierto que “dos más dos es ‘pienso en ella’ tiene poco y nada de significado (o existencia), pero “dos más dos es ‘pienso en vos’” sí lo tiene. Los significados son de diferentes clases. “No sé si suicidarme o no” tiene un significado diferente de “Ser o no ser, ésa es la cuestión”. La repetición y la variación de sonidos, entre otras cosas, hace que la segunda versión sea meditativa, triste y memorable, en tanto la primera carece de música que la mantenga a flote.
La naturaleza de la prosa, dijo Valéry, es perecer. La poesía dura porque produce el ambiguo y siempre cambiante placer de ser al mismo tiempo una afirmación y una canción.
Es necesario explicar la música del lenguaje, ya que cuando leemos prosa o escuchamos hablar a la gente no somos muy conscientes de estar ante un fenómeno musical. No hay trompetas, ni piano, ni cuerdas, ni percusión. Sin embargo, las palabras pueden combinarse de manera de enfatizar el sonido que producen. Podríamos llamar a esto la cualidad física de las palabras. “Dormir” significa descansar y no tener conciencia, y usualmente ése es su significado, pero también tiene una naturaleza física –los sonidos DOR y MIR, por ejemplo– que podemos hacer evidente para el lector, como los sonidos ocultos dentro de un tambor, que emergen cuando uno lo golpea con un palillo. Cuando uno escucha tanto el sonido como el significado –cosa que no ocurre cuando se lee, digamos, “Vamos a dormir”, pero que casi seguramente ocurrirá al leer “Dormir, tal vez soñar” (Shakespeare)–, entonces está escuchando otro lenguaje, en el que el sonido produce una música que a su vez forma parte del significado de lo que se dice.
Los ocultos sonidos musicales de las palabras pueden hacerse evidentes y audibles por medio de la repetición. En la prosa común están sometidos a propósitos prácticos: una oración tiene un sentido que no se relaciona con la música y que, en realidad, la música perturbaría si se volviera muy audible. “No se permite entrar con perros a la playa” carece de música, el propósito de la oración es impedir que los perros entren a la playa. Si uno lee, en cambio: Nadie entra a esta playa/ con perros ni cencerros, o Ni el faldero más atildado/ ni el sabueso más entrenado, etc., uno puede sonreír, ponerse soñador o esbozar un paso de baile, pero en cualquier caso se perderá algo del mensaje práctico. Las palabras individuales de la prosa no literaria y de la conversación son como personas que tiran de una soga para sacar un bote del agua; el propósito práctico, llevar el bote hasta la playa, importa infinitamente más que la belleza o la gracia del movimiento de los que tiran de la soga. La poesía nos hace conscientes de la belleza y la gracia de las palabras que tiran de la soga del significado, de modo que podamos responder a ella tanto por la música como por el sentido.
En la oración “Me preguntaba si te gustaría salir a pasear hoy a la tarde” no hay ninguna palabra que nos detenga y nos haga experimentar las palabras, nada que produzca un sonido musical evidente; la oración tiene un propósito práctico sin ninguna música que distraiga, y es probable que el que la escucha responda con un simple sí o no. La situación cambia si se la traduce al lenguaje de la poesía: No sé si querrás/ salir a pasear/ la tarde de hoy. En este caso, las tres líneas tienen el mismo esquema de sílabas acentuadas y no acentuadas: da DUM da da DUM. No hay una bella música en este caso, pero los sonidos de las palabras y las frases son audibles, lo cual marca un principio posible. Una respuesta adecuada a la pregunta hecha en el lenguaje de la poesía sería en el mismo lenguaje: Seguro que sí/ me gusta pasear/ con vos bajo el sol.
Resulta más fácil entender el ritmo cuando uno advierte que cada palabra ya tiene un ritmo propio. Cada palabra tiene una pequeña música propia, que la poesía coloca de manera de hacerla audible. El ritmo de las palabras depende del acento: se enfatiza –o, digamos, se “pronuncia”– más o menos que la siguiente o la anterior: la palabra padre es DUM da –uno pronuncia PAdre–, la palabra canción es da DUM, la palabra caTAlogo es da DUM da da; las palabras de una sílaba no pueden tener más ritmo que un golpe de tambor, pero en una serie rítmica pueden ser da o DUM, acentuadas o no.
Un ritmo se hace audible gracias a la repetición, como en el caso de “¡Padre! ¡Padre! ¡Tarde! ¡Tarde!”, que son cuatro DUM da seguidos, o como en “Vagué y vagué sin fe en mí”, que son cuatro da DUM seguidos.
Escribir con ritmo es más fácil de lo que podría creerse. Si decimos una oración cualquiera y escuchamos dónde están los acentos, y decimos después otras oraciones que “suenen bien” con respecto a la primera, que tengan los acentos más o menos en el mismo lugar, habremos escrito algunos versos con ritmo. Si seguimos adelante a partir de, por ejemplo, “¿Tiene azúcar el café?”, podemos decir: “¿Hay delfines en el mar?”, “¿Y manteca en la mesa?”, “¿Historietas en el diario?”.
Aquí sentimos placer ante la música de azúcar, delfines, manteca, historietas, etc., debido al orden “innaturalmente” regular en el que estas palabras aparecen.
La música, que puede distraer e incluso disminuir el sentido en la prosa, contribuye al significado en el caso de la poesía. En el siguiente poema de Herrick, por ejemplo, hay algo en la manera en que se dicen las cosas que hace que Prudence Baldwin parezca muy alegre: En esta urnita descansa/ Prudence Baldwin (criada de confianza):/ Que de su alegre talante/ Crezca aquí la violeta galante (Robert Herrick, “Sobre su criada Prue”).
Por supuesto, en la urna no está Prudence, sino sus cenizas, y sus cenizas no “descansan”, sino que están puestas allí. Sin embargo, la música –la rima entre descansa y confianza– da “sentido poético”, de modo que al leer uno acepta que tiene completo sentido. La experiencia resultante –la simultaneidad de la alegría de Prudence y de su definida realidad física (dada por el nombre “Prudence Baldwin”)– no existiría sin la música, es decir si se sustituyera, por ejemplo, “criada de confianza” por “ama de llaves”.
Además de comunicar un significado, la música puede hacer convincente lo que se dice, gracias a la belleza de la manera de decirlo: Que la boda de mentes tan sinceras/ no admita impedimento. No es amor/ si cambia al enfrentarse con los cambios/ o deja que lo aleje lo lejano./ Oh, no, es una marca inalterable...
Es posible que apenas unas pocas personas hayan experimentado esa clase de amor noble e inalterable al que Shakespeare alude en estos versos, pero probable que, al leerlo, sean aún menos las personas que crean que ese amor no existe. Gracias a la música, la emoción se vuelve más fuerte que la razón... ¿quién podría desear que ese sentimiento no existiera, quién no desearía sentirlo?
La música no sólo puede volver convincente una declaración emocional, también puede dar contenido emocional (y claridad) a una afirmación que, careciendo de ella, no tiene sentido ni emoción ni claridad: El sol por el cielo ha trepado/ Susana pasa a su lado.
Evidentemente, el que habla está enamorado. La presencia de Susana lo deslumbra como el sol, le da igual calor. Los versos tienen sentido –el lector tiene una experiencia–, se ha producido una especie de milagro, todo por la equivalencia de sonido entre trepado y a su lado; si esa equivalencia no existiera, no ocurriría gran cosa: El sol por el cielo ha trepado/ Susana pasa junto a él.
Esta último es una afirmación sin sentido, seguida de otra irrelevante. El equivalente en lenguaje común de ese fracaso musical en lenguaje poético sería una falta de concordancia entre el sujeto y el verbo, de modo que uno no podría “entender” lo que se dice.
Junto con este énfasis en la música, el lenguaje de la poesía también es notable por su predilección por ciertas formas retóricas tales como la comparación, la personificación y la apelación (hablar con algo o alguien que no está presente), y por su tendencia a lo imaginario, lo deseado, lo objetivamente falso. La música o bien simplemente viene junto con estas predilecciones o es el factor que las inspira. La sensualidad de la música excita los sentimientos, recuerdos y sensaciones, y su orden formal promete una manera de extraer cierto sentido de ellos.
Por supuesto, el lenguaje de la poesía proviene del lenguaje común. El lenguaje común es quien tiene las palabras, los usos, los sonidos que el poema toma y hace propios. El lenguaje común constituye, junto con las ideas y los sentimientos, lo que podríamos llamar la materia prima de la poesía. Si pensamos en cada palabra como en una nota, este lenguaje común se convierte en una especie de enorme teclado, y en él el poeta tiene un medio, del mismo modo que un pintor tiene un medio en las pinturas, el escultor en la madera o la piedra. En el teclado poético, cada nota (cada palabra) refiere o representa a algo que no está físicamente presente y que no es ella misma. Aquí, en la página, está la palabra caballo y allá, bajo aquel árbol, hay un caballo. La palabra caballo puede hacer que el lector vea, huela, toque a un caballo, e incluso que lo monte. Como no se trata verdaderamente de un caballo, en realidad no puede ser montado ni uncido a un carro, pero para el escritor tiene ventaja que su contraparte real no posee. Es más liviano e infinitamente más transportable, puede ser llevado a cualquier lado y colocado con cualquier cosa –“el caballo está en el puerto”; “el silencio respiraba como un caballo”.
Se puede hacer eso con las palabras, pero no con el mundo material que ellas representan. Así como el espacio se rinde ante los sustantivos, el tiempo puede rendirse ante los verbos y sus ágiles tiempos verbales: “El ejército ruso marchó a través de Polonia” se dice en un instante, al igual que “Te he amado durante diez mil años”. Los deseos, orales o sobre la página, tienen tanta realidad física como los actos: “Ojalá fuera de noche”. Es fácil manejar el futuro: “Cuando ya esté afuera de la naturaleza nunca tomaré/ mi forma material de ninguna cosa natural” (Yeats, “Navegando hacia Bizancio”). Con los pronombres puede alterarse la identidad: “Yo soy tú”. Los adjetivos sirven para hacer posible cualquier clase de modificación imposible en la realidad: un sueño decimonónico, sandalias sabrosas. Además, el lenguaje tiene estructuras sintácticas que hacen fácil decir cosas sutiles y complejas: “Si Napoleón no hubiera existido, tal vez nosotros no estaríamos esta noche aquí”. Otro de los grandes dones del lenguaje es la enorme cantidad de palabras que posee, y su variedad... palabras coloquiales, científicas, jerga, palabras arcaicas, etc. Es un medio vastísimo, más grande que cualquier paleta o teclado, tanto que compararlo con ellos sería insensato.
Con un medio así, resulta difícil no desear jugar con él, experimentar para ver qué puede llegar a decirse, tomar sus poderes en las propias manos. El primer paso para lograrlo es sacar a la superficie su música. El lenguaje, musicalmente inerte pero lleno de promesas, está allí esperando. El poeta se acerca a él un poco como un traductor, como dijo Valéry, “una clase peculiar de traductor, que traduce el lenguaje común, modificado por la emoción, al lenguaje de los dioses”. Yo lo llamaría el lenguaje de la poesía, que puede o no ayudarnos a hablar con los dioses, pero que siempre nos permite decirnos grandes cosas entre humanos.
La poesía puede lograr eso debido a una característica extraordinaria del lenguaje, que es que no impide decir cosas que no son ciertas. El lenguaje no interpone ninguna prueba de verdad ni de realidad. Sus únicas restricciones son la gramática y la ortografía y, en su parte oral, la pronunciación. Uno puede decir “Tengo a Rusia en la falda”, pero no “En tengo Rusia a la falda” (y la poesía de Gertrude Stein desafía incluso esta premisa). El uso convencional del lenguaje sí tiene restricciones: lo que decimos debe ser claro (comprensible) y posiblemente verdadero (verificable) o, al menos, familiar. Es admisible una afirmación insensata si es de uso común: “la vida es un sueño”, pero no “la vida es dos sueños”. La poesía puede decir cualquiera de las dos cosas. El lenguaje es como un auto capaz de ir a 200 kilómetros por hora, pero está restringido por las leyes de tránsito de la prosa a marchar a una velocidad razonable. A los poetas les gusta acelerar: “En el oscuro retroceso y abismo del tiempo” (Shakespeare); “Lanzan palos y piedras con toda fiereza/ y la lucha prosigue y a nadie interesa” (John Clare).
Es comprensible que los poetas, al escribir en semejante lenguaje, se sientan tan conmovidos como los pintores al entrar a sus estudios, como los compositores al tocar el piano; y que los lectores se conmuevan de manera similar al leer lo que los poetas han escrito. Para sentir esa conmoción, por supuesto, uno tiene que aprender ese lenguaje.
Aprender el lenguaje de la poesía puede describirse como la adquisición de una “base poética”. Una vez adquirida, lo que sigue es bueno: se puede leer mejor y, si uno es poeta, escribir mejor. La dificultad de aprenderlo, sin embargo, puede parecer abrumadora. Es un lenguaje que, en su versión inglesa, ha existido al menos durante quinientos años, ha sido usado por personas de gran inteligencia y sofisticación, y ha sido cambiado en cierta medida por cada una de ellas. Está lleno de referencias, innovaciones, complejidades, y podría llevar más de una vida aprenderlo de no ser por el afortunado hecho de que uno puede captarlo en su estado más avanzado leyendo la obra de poetas que lo usan, que lo usan ahora, y que lo han usado en el pasado. Se lleva a cabo una transferencia: leyendo, un poeta joven puede poseer aquello cuyo desarrollo ha llevado cientos de años. Keats escribió Endymion cuando tenía veintidós años. Endymion es Keats por donde se lo mire, pero el Keats que escribió el poema está constituido en parte por Shakespeare, Spenser y Milton. Los poetas pueden usar cosas que ellos no han inventado para poder inventar lo que quieren inventar. “Oda al Viento Oeste” es puro Shelley, pero sin la terza rima del Dante lo sería mucho menos, y también lo sería menos sin el fraseo miltoniano: “Tú, por cuya invisible presencia las hojas mueren”. Los poetas “picotean” en otros poetas y usan lo que roban a su propia manera en sus propios poemas. Son capaces de seguir los pasos de sus antecesores, transformados en socios inconsultos, y transformarlos a su vez en otra cosa en un abrir y cerrar de ojos.
Casi siempre este proceso ocurre más de una vez en la vida de un poeta, y a veces muchas veces.
Lo que el lenguaje de la poesía es verdaderamente para un poeta equivale a lo que él o ella sabe de ese lenguaje en ese momento. Al principio es probable que un poeta sea un imitador, un aspirante que balbucea el equivalente, en el lenguaje de la poesía, de ejercicios de gramática. Para dar una idea de cómo funciona este proceso de aprendizaje del lenguaje, daré dos ejemplos: el mío propio y el de los niños a los que le enseñé a escribir poesía. La primera cosa del lenguaje que aprendí fue la rima. Me habían leído rimas infantiles. Advertí que, junto con la rima, había un ritmo, un rebote repetido regularmente. Eso era el metro, aunque yo no conocía su nombre. Sin embargo, fui capaz de imitarlo, de hacerlo por mí mismo, y, a los seis o siete años eso era todo lo que sabía sobre poesía, o al menos era todo lo que sabía que sabía. No obstante en el primer poema que recuerdo haber escrito, a los siete años, advierto ahora otras características poéticas que no advertí entonces:
Yo tenía un caballito
para andar aquí y allá:
para andar al trotecito
por el campo y la ciudad.
Rima y tiene métrica; también usa repetición con variación de una manera bastante sofisticada. Andar aquí y allá no es un paralelo de andar por el campo y la ciudad; unido por rimas tanto como por las palabras “para andar”, lo improbable se vuelve probable. Esta intención, sin duda no fue consciente. En ese momento yo no tenía idea de qué era un paralelismo. Mi obrita revela otra predisposición de la poesía: la predisposición a la mentira. Yo no tenía un caballito. No estoy seguro de que realmente deseara tener un caballito, allí en el suburbio de Cincinnati, Ohio, donde vivía, pero la sombra de ese deseo me había asaltado una vez cuando veía a un chico montando un caballito o cuando leía un cuento que hablaba de eso. De modo que mi poemita también era característicamente poético porque expresaba un deseo, y aun más característico porque ese deseo era momentáneo o fugaz.
Mucho de lo que he aprendido sobre la poesía desde que escribí aquel poemita ocurrió de la misma manera, inconscientemente, sin que me diera cuenta, como resultado de mis lecturas y de mis sentimientos. Esta combinación, que funciona en secreto, es muy importante para un escritor, pero en determinado momento, que para mí fue a los quince años, aparece otro factor que podríamos llamar la deliberada voluntad de hacer cierta cosa en particular. Y eso es lo que me ocurrió cuando leí a Shelley. Inmediatamente quise escribir como Shelley –en realidad creo que quería ser Shelley con su camisa abierta, su pelo largo y más que nada con su incomprensible habilidad para poner en una página algo como esto: Oh loco viento oeste, aliento del ser de otoño.
Leyendo a Shelley una y otra vez, sin entender demasiado, pero captando algo de su espíritu, agregué algunas cosas a mi “lenguaje poético”. Aprendí el “¡Oh!”, el don de evocar a y hablar con cualquier cosa y cualquiera; y la personificación: si es posible hablar con él, el viento es una persona, y lo mismo ocurre con el otoño. Escribí poemas “serios”, ambiciosos, poemas sobre grandes cosas que estaban más allá de mi conocimiento y mi experiencia, con rimas intrincadas, sobre la guerra, el cáncer, la juventud y la vejez.
La adolescencia también tenía que ver con esto. Mi edad y Shelley, conjuntamente, me llevaron a escribir esas cosas que escribí. Usé por primera vez lenguaje “elevado”... sintaxis elevada y palabras y expresiones elevadas. Nadie que yo conociera hablaba de esta manera... a mí me parecía que era algo así como el lenguaje de los dioses. Cuando lo hablaba, me sentía inmediatamente elevado, en un reino de ideas y sentimientos que me conectaba con los otros hablantes de ese lenguaje, los poderosos muertos; hablándolo, me sentía muy lejos de la escuela, de mis amigos, de los deportes, de Avon Fields Place, donde vivía con mis padres. Dos años más tarde, cuando leí a William Carlos Williams, descubrí el nuevo placer que implicaba incluir las cosas familiares de mi vida en mis poemas, sin perder nada de exaltación.
El lenguaje elevado y los temas distantes llegaron primero, sin embargo, para mí, y con ellos, a los quince años, llegó la “sabiduría”, el poder de definir y pronunciar, y una omnisciencia que trascendía mi edad. Cuando descubrí la poesía “moderna”, sin rima, sin métrica, sin grandilocuencia (la de Williams, por ejemplo) mi lenguaje poético se transformó como afectado por un virus feliz.
Lo que había aprendido antes (en la fase del caballito y de Shelley) no desapareció sino que tan solo se alteró. La regularidad métrica abrió paso a la irregularidad; en vez de rimas completas aparecieron rimas parciales y palabras con la misma estructura rítmica: y todo eso hacía una música más semejante a la manera en que yo hablaba.
A los diecisiete años yo ya había aprendido algo del lenguaje poético, lo suficiente para escribir de una manera que se podía reconocer como poesía. Cada uno aprende este lenguaje de un modo diferente.
En 1967 trabajé en una escuela pública de Nueva York buscando una manera de enseñarles a los niños a escribir poesía. Pensando en qué podría ser bueno para ellos les di una serie de deberes de escritura (los llamé “ideas poéticas”): poemas de deseo, poemas de comparación, poemas de sueños, poemas de mentiras, y cosas así. Aquello que llamé “ideas poéticas” eran, según advertí más tarde, algo así como elementos de una especie de gramática de la poesía. Advertí que, después de escribir poemas de deseo, los chicos ponían a veces deseos en sus poemas de comparación y más tarde comparaciones en sus poemas de sueños y de mentiras, y así sucesivamente. En realidad estaban aprendiendo el lenguaje de la poesía y parecían más excitados a medida que lo usaban. En cuanto a la música, el aspecto más esencial, limité mis sugerencias a algunas formas simples de repetición, tales como empezar cada verso con “me gustaría”, o poniendo una comparación diferente en cada verso. Esto proporcionaba dos maneras de quebrar el flujo de la prosa común: la división en versos y la repetición de palabras. Este quiebre hacía música, daba una cierta tonada a lo que se decía y reemplazaba el placer de la continuidad por el placer de la repetición y la variación.
Una vez dados los medios para hacer música verbal sin la tensión de tener que buscar rimas y tomando como tema otras características del lenguaje de la poesía –escribir poemas de deseo, poemas-mentiras, poemas de comparación– mis alumnos escribieron suficientemente bien como para demostrar que estaban aprendiendo el lenguaje, y no simplemente practicando o haciendo ejercicios:
Una brisa es como el cielo que viene hacia vos... (Iris, cuarto grado)
Yo era un dibujo, pero ahora soy un árbol... (Ilona, tercer grado).
Estos versos están “logrados”, pero los poemas de los que forman parte no son tan buenos. Más tarde, cuando mis alumnos supieron más, a veces lograron armar poemas enteros:
El principio de mí: Nací en ninguna parte/ Y vivo en un árbol/ Nunca dejo mi árbol/ Hay poco lugar/ Estoy pegado contra un pájaro/ Pero no dejaré mi árbol/ Todo está oscuro/ Nada de luz/ Escucho cantar al pájaro/ Mis ojos se abren/ Y rodeando mi casa/ El mar/ Despacio me meto en el agua/ El agua fresca y azul/ Oh y el espacio/ Río nado y grito de alegría/ Este es mi hogar/ Para siempre (Jeff, quinto grado).
La “idea poética” de este poema fue decir una mentira. Tras haber escrito poemas de deseos, de comparación, de sueños y de contraste entre el presente y el pasado, Jeff estaba familiarizado con esas cosas al empezar a escribir este poema. Sus finales de verso están reforzados por la repetición de las palabras “árbol” y “pájaro”, y también está la variación/repetición de “casa”-“hogar” y el impactante y breve último verso “para siempre”, y el jadeo del verso incompleto “Oh y el espacio”. ¿De dónde salió todo esto? Obviamente, de Jeff; él lo escribió. Aunque sin embargo me dijo que no sabía de qué se trataba, que “simplemente lo había escrito”. Creo que no le quita nada al autor decir que este poema salió de su inteligencia, de sus sentimientos y del lenguaje de la poesía que había aprendido, ya que fue capaz de usarlo en esa tarde afortunada de inspiración.
Las “ideas” poéticas que usé en mis clases estaban extraídas de poemas. El año siguiente, usé poemas directamente (de Donne, Blake, Lorca y otros). Los expliqué y dramaticé y encontré en ellos ideas poéticas para guiar a los niños. Sus nuevos poemas revelaron otras adquisiciones del lenguaje de la poesía. En el poema de Chip que sigue, inspirado por el “Tigre” de Blake, hay cosas que parecen afectadas por su experiencia anterior, en la que escribió sobre colores, comparaciones y sueños, pero también hay algo del gran tono del lenguaje de Blake, y también algo de su extrañeza e intensidad: Jirafas, ¿cómo hicieron a Carmen? Bien, verás, Carmen se comió la rosa más bella del mundo y luego ocurrió el gran cambio del cielo y ella se convirtió en la niña más bella del mundo y porque la amo./ Leones, ¿por qué sus melenas llamean como fuego del diablo? Porque tengo en mi poder la velocidad del viento y la fuerza de la tierra./ Oh, Kiwi, ¿por qué no tienes alas? Porque nací con la desesperanza de caminar la tierra sin el poder de volar y estoy condenado a hacerlo./ Oh, ave que vuelas, ¿por qué te otorgaron el poder de volar? Porque me hicieron para posarme en la rama y estar en el viento./ Oh, cocodrilo, ¿por qué te otorgaron el poder de matar a tu congénere animal? No respondo.
Carmen era una niña de la clase que evidentemente le gustaba a Chip, y que fue parte de la inspiración que le permitió usar tan bien lo que ya sabía y lo que acababa de aprender a partir de su lectura de Blake.
Cuando aprendimos el lenguaje de la poesía, yo a los diecisiete años, y mis alumnos a los once, todavía nos quedaba mucho camino por recorrer, pero al menos habíamos empezado.
El conocimiento del lenguaje poético que uno posee, sea cual fuere, está allí listo para combinarse con sentimientos, ideas, acontecimientos, con cualquier cosa que uno “tenga para decir”. Ese conocimiento está afectado por la inspiración, como un espejo que atrapa la luz de lo que está a su alcance. Shelley, cuando escribió su “Oda al viento oeste”, conocía la terza rima del Dante y los maravillosos pentámetros yámbicos de Shakespeare. Ambos conocimientos le permitieron, en parte, crear su viento que soplaba sobre el mundo.
Al leer, el conocimiento del lenguaje poético nos posibilita entender (y disfrutar) las mismas cosas que nos posibilita hacer cuando escribimos. Por ejemplo, al leer verso blanco, debemos “leer” también la métrica, lo que implica dar al pulso métrico y a los acentos comunes del habla la cantidad adecuada de énfasis, siguiendo el ritmo como lo haríamos si bailáramos un vals.
La música de la poesía sin métrica siempre está indicada, aunque no se insista en ella. Hay finales de versos para marcar pausas, como los silencios en música. Y puede haber paralelismos sintácticos o retóricos que nos producen un placer al que tal vez estemos acostumbrados en la oratoria o en la prosa bíblica: ¿Alguien cree que es afortunado por nacer?/ Me apresuro a informarle que es igualmente afortunado por morir, lo sé muy bien (Walt Whitman, “Canto a mí mismo”).
Resulta que esta clase de música produce placer, un placer que sólo puede ser el de la poesía. Tras leer cuatro o cinco versos, uno sabe que no se trata de un discurso ni de un sermón sino de otra cosa que obliga a responder a su música, no sólo al sentido. La música radicalmente prosaica de William Carlos Williams provoca un sacudón y otra clase de placer. Al principio puede parecer prosa, o nada en absoluto: Me comí/ las ciruelas/ que estaban/ en la heladera// y que/ probablemente/ guardabas/ para el desayuno... (Williams, “Esto es sólo para decirte”).
El lector se ve obligado a hacer una pausa al final de cada verso, por la razón que fuere, absorbiendo lo que se ha dicho antes de seguir adelante. La capacidad de hacerlo puede ser instantánea o puede llevar algún tiempo de aprendizaje. Cierto conocimiento de la poesía puede demorar la apreciación de poesía que no se parece a la que uno conoce. Una extraña cualidad de la poesía, como lenguaje, es que cada gran hablante de ese lenguaje lo cambia... cambia lo que otros poetas pueden decir y lo que los lectores pueden experimentar. Estos nuevos usos a veces no son percibidos, y son considerados “la misma cosa de siempre”, o son percibidos como absolutas violaciones de la poesía –Jonson y Donne fueron acusados por sus contemporáneos de escribir prosa, no poesía; Bridges le dijo a Hopkins que sus ritmos cortados no servían; y es famoso el comentario deprecatorio de Frost de que la poesía sin métrica es como jugar al tenis sin una red. Así que es posible que, al aprender este lenguaje, los lectores lleguen a encrucijadas peligrosas, en las que vale la pena estar alerta y arriesgarse.
Aprender el lenguaje no sólo significa llegar a escuchar su música sino también acostumbrarse a sus preferencias: sus frecuentes comparaciones, su manera de hablar con las cosas, sus exageraciones, su velocidad, su omnisciencia. “El Amor no es bufón del Tiempo”, escrito por Shakespeare, es algo que lleva a un segundo leer, pero un lector no familiarizado con la personificación posiblemente no entienda mucho de lo dicho, y probablemente lo saltee considerándolo mero “lenguaje shakespeariano”, elevado y oscuro. La poesía moderna plantea otra clase de desafíos a la comprensión; algunos poemas definitivamente no tienen sentido a la manera habitual, y nos obligan, si no estamos muy familiarizados con la poesía, ha darles sentido de otra manera: nadie, ni siquiera la lluvia, tiene manos tan pequeñas (cummings); La academia del futuro está abriendo sus puertas (Ashbery); La tierra es azul como una naranja (Eluard).
Al igual que otros lenguajes, el lenguaje poético puede empezar a aprenderse por cualquier parte. Es posible estudiarlo, o simplemente empezar leyéndolo. Es probable que con la lectura de poesía mejore la escritura, y viceversa. Cuando yo tenía veintidós años, la lectura de Shakespeare me produjo una pasión por el verso blanco, y durante el verano escribí mi primer poema en esa métrica, que tenía como tres páginas de largo. Después de escribirlo, volví a leer a Shakespeare y descubrí muchas cosas nuevas; entendí más de la música y también más del sentido. En una oportunidad, Wallace Stevens describió la escritura como “una forma de lectura particularmente intensa”. Leer también puede ser una experiencia de los muchos placeres de escribir, cuando uno aprendió cómo leer.
Sacado de Diario de Poesía, no está online.
por Kenneth Koch / traducción de Mirta Rosenberg y Daniel Samoilovich
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