SONETO I
Tanto conozco esta ciudad pequeña,
su mar, su caserío, su laguna,
que el corazón la mira y la desdeña;
no encuentra en ella novedad alguna.
Y una vez en mi vida, sólo en una
—tanto el amor la eternidad enseña—
noche de niebla azul, anhelo y luna,
el alma vi de mi ciudad que sueña.
La más bella y amada compañía,
con la luna y la niebla evanescente,
otra ciudad me dieron, diferente:
toda calle del mundo se salía;
seguí por ellas, sin saber qué hacía;
por ellas sigo indefinidamente...
SONETO XLII
De qué mundo ignorado habré venido,
qué lenguaje es el mío tan arcano,
que si a alguien tiendo con amor la mano,
ignora lo que ofrezco o lo que pido.
Me sé distinto de mortal nacido:
niño o zagal, maduro ya o anciano,
no encuentro al alternar, y busco en vano
¡y entre tantos! a alguno parecido.
Sonriendo miran como quien indaga,
sin comprender jamás lo que yo quiero,
y con tal inconsciencia se me paga
que alejarme, por último, prefiero.
No hay cosa mía que a alguien satisfaga;
me siento entre los hombres extranjero!
Pedro Prado
(de Esta bella ciudad envenenada, 1945)
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