Palestina, 1950-1967

/ 31 julio 2025 /

El dolor habla la misma lengua en todas partes.
JULIO RODRÍGUEZ


Nuestro ojo se detiene en una tierra seca.
El sol golpea con violencia.
El plano de visión se va abriendo poco a poco. Una madre llora en la arena.
La muerte de un hijo. Se sigue abriendo el plano. Nuestra pupila enfoca desde el aire. Se detiene.
Un campamento. Refugiados. Tierra devastada. Ocupación.
Es Palestina. Es 16 de Diciembre. Es 1950. Allí nace un niño. Ese niño es mi padre.
Nacer en Palestina significa
tener la mirada llena de alambradas, no poseer más tierra que la de tus zapatos.
La ocupación convirtió la infancia de mi padre
en una palabra tachada,
en un brusco trayecto hacia la adolescencia.
Corría su niñez en pantalón corto
perseguida por la imagen borrosa de los amigos perdidos,
de otros niños arrancados de la vida a cañonazos.

Dice que su infancia fue feliz, con sus dos bolsillos llenos
de palomas muertas hasta los bordes.
Allí vio a la fatalidad, como un habitante más,
cruzando por la calle,
cruzando la alambrada,
cruzando hasta su vida,
la desesperanza empotrada en las costillas.

Dice que su infancia fue feliz.
Nunca quise preguntar mucho por su adolescencia.
Porque sé que fue un adolescente abrochado a un fúsil
un imberbe bajo el plomo.
No tuvo que ser fácil resolver esa ecuación:
guerra, ocupación y adolescencia.

Los primeros años de su vida se fueron por el desagüe de la historia, 
pisoteados por la bota militar del siglo XX.

La guerra lo convirtió
en huérfano de su propia niñez,
en viudo de su los mejores años de su juventud,
en el hijo ilegítimo de la derrota.
Aprendió a correr en 1967.
Transcurría la Guerra de los Seis Días en Palestina.
El desastre lo empapaba todo con sus manos. La muerte se bajó en su parada,
iba a por él y sus amigos,
a recogerlos en la valla del colegio. Tres jóvenes conforman la escena,
tres jóvenes reclusos.
Dieciséis años, dieciséis ventanas a la catástrofe. 
Palestina significa catástrofe. 
Ellos lo saben, nacieron en la tierra equivocada. 
Para otros tener dieciséis
pasaba por invitar a chicas hermosas a apurar la vida,
pero Palestina significa desconsuelo,
significa humillación.

Palestina es una vista panorámica del desasosiego,
el nombre en árabe de la desesperación.
Palestina es ningún lugar,
una tierra inexistente en los registros,
kilómetros cuadrados de amargura.

Como decía: dieciséis años, tres niños asustados, varios tanques a su encuentro. 
Allí vio mi padre a la amistad
colgar desangrada de esa valla
que uno de ellos no pudo superar.

Corrió. El corrió.
Corrió hacia las montañas, corrió como quien busca otra vida, 
algún despiste del destino que le permitiera contarlo.
Debió equivocarse la guadaña
porque quien escribe esto es su hijo.
Este poema es la deuda que tenía con él, con sus pies que nacieron descalzos y sin tierra,
con sus pies doloridos que no pudieron pisar nunca
un metro cuadrado de tranquilidad,
mi deuda con sus pies que corrieron bajo el fuego enemigo, mi deuda con sus piernas que temblaron bajo el fuego enemigo,
mi deuda con sus manos atadas por el odio enemigo.

Gracias padre, por correr para que yo estuviera aquí.
Seguramente en Palestina haya una bala fallada
con mi nombre escrito en el acero.

Yo sé que ha pasado el tiempo,
pero no se puede mirar a los ojos a la muerte y regresar intacto. Nadie puede.

Palestina significa ocupación, injusticia, derrumbe. 
En esto consistió la vida de mi padre allí.

Episodios como estos hacen
que uno nunca llegue a ser del todo adulto
y nunca pueda ser del todo un niño.
La infancia se va. El agujero permanece.
No conozco a ningún palestino
al que no le duela un país entero dentro.

Huir, plantar tus doloridas raíces en otra tierra
—como si eso fuera posible—
era la única puerta a la esperanza,
una vida sin señales de retorno. Es difícil vivir cuando siempre se está
a 15 minutos del estruendo,
tan al borde de otra nueva humillación.

Y de luto las palabras, de luto los hermanos,
de luto las escuelas y el refugio, de luto bicicletas,
de luto el aire la risa los olivos los pañuelos de luto.

Y luego el silencio.
A la historia de Palestina la acompaña el silencio.
Mi padre es un hijo del desastre
e hijo del silencio.
Todos los palestinos que abandonaron
un día sus casas para no volver,
aquellos que buscaron esquivar el daño en otra tierra,
son hijos del silencio.
Son los escritores de novelas sin páginas
que cuentan esas historias
en las que la obligación de emigrar
convierte a los hombres en familia de la nada,
con sus padres lejos, sus hermanos lejos,
con su patria ausente
y sus sueños desbaratados en alguna parte.

Debería acabar ya este poema.
Darle al botón de apagado del renglón.
Necesito un final.
Os contaré algo: lo que me produce saber que mi padre tuvo que soportar la brutalidad del hombre
siendo niño. Pienso en él con 5 años, temblando, en tierra hostil
con su cuerpo diminuto,
con su pequeña alma de refugiado y solo quisiera acudir en su busca
cogerlo en brazos, salvarlo de aquello,
cogerlo y acariciarlo,
poder acunar al niño que fue mi padre y protegerlo,
llevarle de la mano a algún parque
a comer helado, jugar con él, sentir su risa,
hacerle cosquillas, hacer lo que sea
para abrir las puertas que se le cerraron dentro
y que olvide todo lo que tuvo que pasar siendo tan frágil.

Y al abrazarlo, ser el hombre
que salva a todos los niños indefensos,
a todos los que pagan en su niñez
la brutalidad del mundo adulto,
ser el guardián entre el centeno,
salvar a quien se asome el precipicio.

Eso me gustaría.

Desde que tengo consciencia de esto,
jamás he dejado de preguntarme
—y ahora te hablo a ti, Padre—,
cómo lo lograste,
cómo lo hiciste para,
después de todo,
no traer nada de eso a nuestras vidas,

cómo pudiste con aquello,
cómo diablos lograste
después de todo,
seguir teniendo tanta luz en la mirada.


Marwan

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